D ios no juega a los dados dijo Einstein. «¿Pero qué pasaría si jugase al ajedrez?», se pregunta Ken Regan, matemático y científico computacional de la Universidad de Búfalo, puesto que compagina con un oficio insólito: Regan es detective de ajedrez, uno de los pocos que hay en el mundo. El más respetado (y temido).
Regan se da un aire al actor Danny DeVito, pero que no le engañe su apariencia. Este hombre se dedica a cazar a los tramposos. Y es implacable. ¿Y qué tienen que ver Dios y las trampas en un juego de mesa? Muy sencillo. Al ajedrez se puede jugar de dos modos: como los humanos (entre muy mal y muy bien) o como las máquinas, que ya juegan como los ángeles, tomando decisiones tan óptimas que pueden considerarse sobrehumanas. Y resulta que los tramposos recurren a la ayuda de las máquinas para que les soplen las jugadas. Eso es lo que piensa el noruego Magnus Carlsen, el campeón del mundo, del estadounidense Hans Niemann, de 19 años.
Carlsen sospecha que Niemann recibió ayuda, llamémoslo 'semidivina', para ganarle en una partida disputada en la Sinquefield Cup en septiembre. Hizo esta acusación sin pruebas. Niemann, que ha sufrido un auténtico linchamiento digital, en parte debido a sus antecedentes (ha confesado que hizo trampas cuando era adolescente), defendió su inocencia y aseguró que estaba dispuesto a jugar desnudo para demostrar que no se sirve de dispositivos.
El escándalo tiene al mundo del ajedrez al borde de la histeria. «Una situación como esta no tiene precedentes en 50 años», sentenció el excampeón mundial Garri Kaspárov. La plataforma Chess.com vetó a Niemann y, más tarde, señaló que pudo haber utilizado un programa informático en más de cien partidas on-line hasta 2020.
No hay foro que no se haya llenado de comentarios. Desde luego, la ocurrencia, aireada por Elon Musk en Twitter, de que Niemann llevaba unas perlas anales conectadas por bluetooth al móvil de un cómplice con acceso a un programa informático, y que le transmitía mediante vibraciones en morse las sugerencias de la máquina, ha hecho furor. Y ha propiciado que no solo se diseccione cada movimiento de la partida, sino también cada gesto de los jugadores. «¿Me estás diciendo que estos tipos pueden tener sus próstatas zumbando durante horas y no mostrar ningún signo de felicidad sexual?», escribe Miles Klee en Rolling Stone.
Semejante guirigay está justificado. Las trampas en ajedrez son como el dopaje en otros deportes. Una lacra. Carlsen incluso va más allá: «Son una amenaza existencial para el ajedrez». Y son legión los que piensan que, al menos en este punto, tiene razón. Y que ha puesto el dedo en una llaga que supura desde que la pandemia y la serie Gambito de dama hayan convertido este juego en una diversión de masas que ahora mueve más dinero que nunca. Carlsen ha construido un conglomerado empresarial que vale unos 83 millones de euros.
Por eso, a Regan, el cazatramposos, se lo considera un oráculo. Lleva 16 años prestando sus servicios a la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE). Y es el garante de la limpieza de un juego cuya reputación está, más que nunca, en entredicho. El hombre anda desbordado últimamente. «La pandemia me daba tanto trabajo en un solo día como el que solía tener en un año», reconoció a The Guardian. Y eso que las plataformas tienen equipos humanos dedicados a detectar el fraude, además de sus propios recursos automáticos. Pero que la paranoia haya saltado a los torneos presenciales denota hasta qué punto el tema es preocupante. Aunque las trampas, o las sospechas, son consustanciales a la historia de este deporte. Víktor Korchnói recelaba del sabor de los yogures que le servían a Kárpov en 1978. «Ummm, es de pera y ha movido la torre… Y ahora le dan uno de piña y mueve el alfil. ¡Árbitro!». Y es que los jugadores pueden ser muy quisquillosos. A Borís Spáski y a Mijaíl Tal se los acusaba de hipnotizar a sus rivales, y algunos se presentaban con gafas de sol para evitar su influjo.
La fama de Regan comenzó con otro escándalo, el 'toiletgate'. Fue en el campeonato del mundo entre Veselin Topálov y Vládimir Krámnik en 2006. Topálov protestó porque su rival iba mucho al servicio –contabilizó unas 50 veces– y reclamó insinuando que podía estar consultando un dispositivo camuflado. La FIDE llamó a Regan, que aplicó un complejo análisis estadístico que detecta si las jugadas son propias de un motor de ajedrez o de una mente humana. Y llegó a la conclusión de que Krámnik jugaba sin ayudas.
Pero a Regan, en caso necesario, no le tiembla la mano. Investigó la colusión de tres integrantes de la selección de Francia en la Olimpiada de 2011, que fueron suspendidos, y fue determinante en la caída del campeón búlgaro Borislav Ivanov. Aunque el norteamericano Fabiano Caruana pone un granito de sal a sus trofeos: «Conozco al menos un caso de alto perfil en el que tengo cero dudas de que hubo engaño y que fue exonerado por el análisis de Regan».
A diferencia de otros expertos, Regan no se limita a un examen comparativo de los movimientos del humano con el de diversos programas de ajedrez, para ver si coinciden. No serviría. La razón la expresa el gran maestro Alexander Gríschuk: «Solo alguien muy estúpido que juegue la primera línea que le sugiere el ordenador tiene probabilidades de ser detectado». Los programas suelen mostrar varias opciones. Y basta con no seguirlo al pie de la letra, sino solo en momentos decisivos, para evitar que te pillen. El entrenador de ajedrez Jorge Murakami lo resume así: «No todas las jugadas de una partida tienen la misma dificultad o importancia… Y ese es el problema de un maestro decidido a hacer trampas y pasar inadvertido: hace de Clark Kent la mayor parte de la partida, pero, cuando el resultado está en juego, se transforma en Superman».
¿Soluciones? En los torneos en remoto ya se aplican tecnologías de rastreo ocular (como en los exámenes universitarios durante la pandemia). Y en los presenciales ya reclaman medidas parecidas a las de los casinos: escáneres como los de los aeropuertos, vidrios que separan al público, aislamiento electrónico, además de un retardo en la transmisión en streaming…
Si incluso así hay dudas, ahí aparece la pericia de Regan. Fue campeón juvenil de Estados Unidos en 1977 y posee el título de maestro internacional, aunque nunca pensó en jugar profesionalmente. Se marchó a Oxford, donde realizó un doctorado en teoría de la complejidad. Ha diseñado un programa llamado Fidelity. Es predictivo, parecido a los que se utilizan en la inversión en Bolsa, basado en millones de partidas anteriores; y es neutral, se puede aplicar a todo tipo de decisiones, no solo a las que toman los ajedrecistas. Pero no se centra únicamente en detectar actuaciones portentosas.
Y es que no solo los dioses hacen milagros. Los matemáticos tienen su propia definición de un evento milagroso para poder encajarlo en sus ecuaciones sobre aleatoriedad: aquel que sucede con una frecuencia de una vez por millón, acuñada por J. E. Littlewood. Otro matemático Émile Borel, planteó que un millón de monos aporreando un millón de máquinas de escribir acabarían escribiendo el Quijote, con tal de que haya tiempo suficiente (milenios, o más bien eones) para que el azar haga su trabajo.
Cada día se juegan 10 millones de partidas en Chess.com y 5 millones en Lichess.org, las dos plataformas más populares del mundo. Esto significa que 15 jugadores juegan divinamente cada día.
¿Y cuál es su veredicto sobre Niemann? Regan ha analizado no solo la partida de marras contra Carlsen, sino todas las que jugó en los últimos dos años, remotas y presenciales. Y muestra los resultados en una curva de campana cuya distribución es normal. Por tanto, inocente. (De momento, pues la FIDE seguía investigando al cierre de este reportaje). Y explica a Chessbase que la fortaleza de Niemann no depende tanto de su calidad, sino de que sus rivales bajan su rendimiento al enfrentarlo. Gana quien comete menos errores. Y otro campeón mundial, Anatoly Kárpov, le da la razón: «No es Niemann juagase muy bien, es que Carlsen jugó mal».
La fórmula matemática antitrampas
Qué nivel alcanzaría Dios en el ajedrez no es una pregunta retórica. Los científicos llevan décadas intentando responderla. Se puede formular de otra manera: ¿existe el juego perfecto? Por el momento, la respuesta es no. Y no está claro que las computadoras se estén acercando. Ken Regan argumenta que la puntuación ELO, un método estadístico para valorar la habilidad relativa de los jugadores, de una entidad divina sería de 3600. Carlsen alcanzó en 2019 la cifra de 2882. El límite humano. Pero Stockfish, el programa más potente, con permiso del algoritmo de AlphaZero, que ahora se dedica a cosas más útiles, como predecir la estructura de millones de proteínas, anda ya por los 3400.
¿Lo tienen al alcance de la mano? No tan rápido... El ajedrez es un laboratorio del cosmos. En los 64 escaques del tablero se pueden probar múltiples tecnologías porque es un espacio confinado y sujeto a unas reglas y, por tanto, manejable. Pero al mismo tiempo ofrece una exuberancia combinatoria solo al alcance de un ente sobrenatural: el número de partidas diferentes que pueden jugarse excede al de átomos en el universo. Claude Shannon, el padre de la informática, lo calculó: un 1 seguido de 120 ceros. Este número inconcebible incluso tiene nombre: un vigintillón.
La inteligencia artificial hizo sus pinitos en el ajedrez. Hasta que derrotó a la humanidad. Kaspárov todavía reprime una mueca de disgusto cuando se acuerda de Deep Blue. Aquel armatoste de IBM se basaba en la fuerza bruta de cálculo. Pero hoy las redes neuronales y el aprendizaje automático son mucho más eficientes. ¿Lo serán como para resolver el ajedrez? Si se ponen a calcular todas las probabilidades en una partida, no les da tiempo. El universo se acabaría antes. Pero otros piensan que un ordenador cuántico y algoritmos más astutos podrían conseguirlo. De momento, una máquina ya es capaz de avisarnos de que nos dará mate forzoso en 549 jugadas.