El tramo por carretera fue lo de menos, tomando en cuenta que el sol de mediodía es de las cosas más insoportables del clima en Sinaloa.
Lo peor era el tramo por arenales, en zona de manglares, que seguramente alguna vez fue marisma, porque el aire parece haberse detenido, es difícil respirar con la humedad y no hay un árbol lo suficientemente alto para dar sombra.
La Brigada Estatal de Búsqueda, conformada por varios colectivos del norte y centro del estado, se había encaminado a una zona de poco tránsito en la zona costera de Eldorado, entonces municipio de Culiacán.
Alguien mantiene comunicación con el grupo, de manera clandestina reciben información sobre algún punto en la zona en donde pudiera haber cuerpos de personas asesinadas y enterrados de manera ilegal.
Los vehículos de la Brigada están escoltados por una patrulla de la Policía Estatal Preventiva y otros dos o tres de medios de comunicación.
Llegan a un punto, un paraje claro, entre arbustos con zacate seco que ha crecido en la arena.
Las rastreadoras, la gran mayoría mujeres, hacen lo suyo, se dispersan y empiezan con la observación. Visten pantalones cargo o de tela gruesa, camisetas de manga larga, gafas oscuras y sombrero para protegerse del calor.
Buscan montículos irregulares, que tengan detalles de que intervino la mano del hombre, pedazos de tierra que parecen bolas de lodo, pero que se forman de la grasa de cadáveres que sale a la superficie.
En donde hay indicios meten varillas, puntiagudas de un extremo y en forma de letra T en el otro, las clavan, las sacan y las huelen para buscar aromas a carne podrida, a todo eso que el humano apesta cuando muere y se descompone.
Después de unos minutos recogen la herramienta y vuelven a cargar las camionetas, se toman un descanso, beben agua.
Alguien insiste con el celular, vuelven a llamar para obtener más información sobre el punto de la posible fosa clandestina.
Alguien dijo que en el lugar había una rama en forma de Y, y la voz se corrió.
La caravana avanzó más adentro del monte, de manera perpendicular a la costa. Todos lo sabíamos porque escuchábamos hasta allá el rugido de las olas y el graznido de las gaviotas.
Poco tiempo después la caravana se detuvo y empezaron a bajar con ellas las herramientas.
En un claro, entre árboles de metro y medio, había una rama en forma de Y clavada en la arena. No hubo dudas, ese era el lugar.
En cuestión de minutos arrojaron los primeros resultados: había cúmulos con grasa, algunos arbustos tenían tierra que fue amontonada por el hombre, huellas de que utilizaron un trascavo, tierra removida en donde entraban las varillas fácilmente y casquillos de fusiles automáticos.
Las rastreadoras comenzaron a cavar, mientras las demás delimitaban el área donde hallaron indicios como los casquillos.
No era nada fácil, tomando en cuenta el clima, el lugar tan lejano, los insectos y animales venenosos que podrían aparecer, pero además la zozobra que siempre provoca el tránsito de motocicletas o vehículos sospechosos.
Ahí mismo comentaban que una semana antes los habían corrido de una zona en El Tambor, los rodearon, los amenazaron, que no volvieran, encañonaron a los varones y al salir soltaron balazos al aire.
Esto es algo muy común, el peligro que corren los colectivos de búsqueda en Sinaloa, porque hurgan en lugares solitarios, lugares en los que no hay policía y que son aprovechados por el crimen organizado para realizar sus fechorías, en este caso, desaparecer a sus víctimas.
Por eso en ese predio en Ponce estaban con un ojo al gato y el otro al garabato, porque el peligro podría llegar en cualquier momento.
Alguien gritó para confirmar que habían encontrado un cuerpo: apenas pudo descubrir una parte del cráneo, un orificio evidentemente de bala en la frente y la cuenca vacía del ojo izquierdo, casi descarnada.
En otro punto del cráter que se había formado para descubrir el cuerpo, salió una mano, también, falanges de una mano izquierda, y unos centímetros después el final de una manga larga con mancuernillas.
El solo observar el lugar ya invitaba a imaginarse cómo serían los últimos minutos de esas personas, la desesperanza de hundirse en la oscuridad, con el cuerpo en las fauces de la presa, sin poder moverte, gritar, pedir ayuda.
De cómo los segundos se alargarían, de ver la arena y sentirla, en medio de la oscuridad, los gritos de amenazas, de “te lo advertí”, de “no me pagaste”, de “te metiste con quien no debías”.
Y pensar que subiendo la duna junto a la fosa, ya se alcanza a ver el mar que no deja de rugir, que las olas revientan y revientan como testigos del terror.
Y entre el mar y las dunas unas casas hechizas, humildes ¿habrán escuchado ellos algo?, ¿algún balazo?, ¿algún grito de ayuda?
O, pensando en que seguramente vieron un trascavo trabajando ahí, moviendo tierra, aplanando el lugar enmontado, en una zona que tampoco está loteada, ¿les habrá pasado por la cabeza que estaban enterrando cadáveres?
Otro grito, otra confirmación, un par de metros del camino, en la orilla del terreno.
Ahí en donde hallaron los primeros casquillos.
Luego otro grito, en la primera fosa, que confirmaba otro cuerpo: olanes, encaje, un vestido de noche.
“Han de haber ido a una fiesta cuando los levantaron”, dijo uno de los excavadores.
“Seguramente eran pareja. Qué terror”.
En Sinaloa, desde 2017 hay estadísticas de 2.9 desaparecidos diarios, casi tres historias de terror como ésta.
Y aunque 2019 tiene el pico más alto con 3.61 casos diarios, 2020 registró 2.7 y este 2022 en el primer semestre cerró con ritmo de 2.68.