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Tiene casi noventa años. De los dos ojos, sólo usa uno. El otro no mira a ninguna parte. Y aunque mire, no ve nada. Como si no lo tuviera. Vivir es saber que hay algo al otro lado de donde vivimos. Aunque no lo veamos, sentimos que está ahí, que se mueve porque es imposible no sentir el aleteo suave de los afectos, que cuando alargas la mano sientes ese aleteo que se detiene un instante, sólo un instante, y te lo llevas a ese sitio invisible que es el corazón.
La vida la vamos construyendo como si fuera esa torre Eiffel que alguien levanta con paciencia de entomólogo juntando palillos de madera, o como el niño que corrige a Agustín de Hipona para asegurarle que va a meter el mar entero en un pequeño cubo antes de que el luego santo, perdido en sus pensamientos, se aclarara con la empanada mental que llevaba en la cabeza sobre Dios y sus colegas de la Santísima Trinidad. También como esa filigrana que consiste en meter un barco en una botella de cristal que siempre me pareció un auténtico milagro en el caso raro de que existieran los milagros.
No sé cómo se las apaña Encarna Cervera León para construir el tiempo como si el tiempo fuera un juego de los que la llevaban a recorrer cuando era niña las calles de su infancia. Y las casas. Y las gentes que en Pedralba, su pueblo de la Serranía, vivían en lo que ahora se llaman tradiciones. Ella ha escogido ese tiempo de antes pero sin caer en la nostalgia patatera que hoy está tan tristemente de moda. Fachadas, detalles cotidianos que son como los bisontes de las cuevas donde vivieron nuestros antepasados, escenas donde destacan lo más hermoso y noble de lo humano. Todo eso lo ha convertido en arte. A su manera, que es nada más y nada menos que escarbar en su memoria y sacar de ahí los recuerdos que la han ido convirtiendo, seguramente sin que ella lo supiera, en esa mujer que con sus gafas de cristales oscuros ha levantado desde esa misma oscuridad la historia más luminosa de su pueblo. Ella mismo lo dice, en una admirable declaración de intenciones: «Esto es una especie de carta de amor a mi pueblo… Y lo he hecho, además, con la idea de transmitirlo a las generaciones futuras para que no se pierda la memoria y el recuerdo de nuestro pasado». Algo en lo que también insiste el esclarecedor texto que la profesora Concha Daud ha escrito para esta exposición.
El testigo deja huella, no de lo que existe sino de lo que ya ha desaparecido con el paso de los años. Esas huellas, de lo que todavía sigue vivo y de lo que forma parte ya de un pasado que puede parecerse a la ficción para las generaciones jóvenes, han estado colgadas en las paredes de la sala de Exposiciones Martín Vargas y saltar de uno a otro de sus cuadros era como un viaje en el tiempo. Y más gozo aún fue hacer ese recorrido con ella de guía, como si en ese mismo instante estuviera regresando al tiempo en que el mundo, el suyo y de tanta otra gente, era otro y tan distinto. Creo que nunca he visto nada igual. Era como si lo real fuera más real reflejado en sus trabajos de pura artesanía. Ya dije que no era una obra de arte rendida a la nostalgia. Para nada lo es. Ahí está el símbolo LGTBI en uno de los balcones. O en un toro, nada menos que en un toro, plantado ante una de las casas de la veneciana Calle de la Acequia. Pero además de esos detalles que hablan de hoy y no de ayer, hay toda una mirada que esta artista de lo popular arrastra hasta ahora mismo como si el pasado no fuera pasado sino presente. Y para eso echa mano de unos materiales que alucinas: pedazos de caña, papel de plata, cerillas, aquellos viejos programas que daban en los cines, hasta algunas de las pastillas que se toma para sus achaques…
No le hacen falta los dos ojos a Encarna para inventarse ese mundo de cuando era joven que en su memoria se cruza con lo que ahora vivimos. Ahí el enorme valor de esta obra tan humilde como llena de una nobleza que nos llena de una alegría que se parece al orgullo. Lo más próximo, eso que tantas veces despreciamos porque nos resulta extremadamente pequeño, insignificante, es lo que al final resulta ser lo más inmenso, lo más auténticamente inabarcable. «Caminar por las cosas es nacer», escribe Carmen Castellote, esa mujer admirable que ahora regresa de su exilio mexicano en la voz de sus impresionantes poemas. Creo que eso es lo que nos cuenta Encarna con sus imágenes: el recorrido de una niña por los sitios y la gente que fueron sus raíces. Y se pone a nacer de nuevo, tras sus gafas oscuras, tras su ojo solo, como si la infancia fuera de verdad ese sitio donde tantas cosas nos siguen esperando. Una carta de amor para su pueblo. Imposible una definición mejor de ese bellísimo trabajo. Imposible.
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